martes, 14 de octubre de 2008

Crónica (última parte)

Las auxiliares rápidamente levantan los platos y vasos plásticos extendidos a lo largo de dos grandes mesas de madera, y colocan otros limpios, en diez minutos entrará el otro grupo a almorzar. Y finalmente dentro de una hora, el último grupo. La hora de la merienda comprende el mismo sistema de grupos, y cuando sale de aquí el último grupo de chicos, es indicio de que la jornada está por acabar. Pero antes de que esto suceda, me encuentro en el patio interno (y único) de la escuela, en donde la escalera de madera me sigue pareciendo tenebrosa, aunque sepa que no debo tenerle miedo. Desde allí se oyen las conversaciones que tienen las auxiliares en la cocina, que en lugar de ser algo personal, o algún rumor de la farándula, es acerca de los chicos.
Algo así como “hoy no vino tal”… o “no comió casi nada”…. . Me acerco a una de ellas (son cuatro, todas mujeres de más de 45 años) y le pregunto sobre lo que hablaban. Llama mi atención –le digo- que se refieran a los chicos, aún cuando no están en el comedor. Ella me responde que el vínculo que hay con cada chico es muy fuerte. A algunos los conocen de más de 15 años, otros no tanto, pero se encariñan de la misma manera. Ven a estos chicos más horas tal vez de las que ven a sus propios hijos al llegar a sus hogares, porque tres de ellas se quedan aún dos horas más de finalizada la jornada, para ordenar todo para el día siguiente. -Es una linda labor- refiere una de ellas que está más atrás, sentada en una de las mesas grandes. Yo hace más de 20 años que estoy acá, y no dejaría de hacer lo que hago –dice Marta- que se halla parada un poco más adelante. La cosa va más allá de cumplir un horario de trabajo, noto que cada persona siente un compromiso importante y se vincula afectivamente con los chicos, y empiezo a entender que ese afecto también es parte del aprendizaje.

Comienzan los ruidos provenientes de la escalera, de forma lenta (y ordenada) empiezan a salir de sus aulas los chicos, y se dirigen casi como un embudo (así también define Sandra la hora de salida) a la escalera de madera. Ellos no le tienen miedo como yo. Arman varias filas, uno tras otro, con sus guardapolvos blancos y sus grandes mochilas. Algunos todavía no bajan, entonces una auxiliar hace un recorrido por las dos plantas que conforman la escuela para traer así a todos los chicos a la formación que indica el final del día escolar para ellos. Mañana será otro día, quizás parecido al de hoy, pero con algo completamente distinto donde cada paso que elijan dar les marcará un nuevo camino, cada baldosa que pisen es un nuevo camino.

Antes de retirarme, observo que Sandra se acerca caminando hacia mi, siempre tranquila, con su guardapolvo blanco, una sonrisa cómplice y un prendedor distintivo de la escuela que lleva orgullosamente en la solapa de su camisa. Trae en su mano izquierda un papel, me mira, se despide amablemente y me da el papel, no se porqué no lo abriré hasta no estar ya de vuelta hacia mi casa, tal vez por vergüenza o por simple azoramiento. Descubro luego, que es un folleto del lenguaje de señas, de esos que reparten a veces en los trenes quiénes padecen sordera, pidiendo una colaboración. Entendí que mi colaboración era contar esta historia.


Reflexión

Todo el tiempo se nota en juego las nociones de “normalidad” y “no normalidad”, tanto de parte de los padres como mismo de los directivos de la escuela, lo que cambia es su concepto de normalidad, este concepto que difiere para ambos. Por un lado los padres que no los llevan al otro turno de la escuela porque creen que eso no es normal, por otra parte la directora de la escuela que cree todo lo contrario, que sí tienen que ir, porque ir es normal. Se da entonces, un juego dialéctico entre estos conceptos, en lugar de aceptar simplemente que se puede construir un espacio diferente, porque todos somos diferentes. En este caso, los chicos sienten ese juego (de tironeo) que se da, y en cierto punto, y paradójicamente los aturden.

Un dato importante

Existe en esta escuela, y en casi todas las existentes en la provincia, una gran dificultad respecto a los audífonos que utilizan los chicos, dado que más del 70% de los chicos no los utiliza por una cuestión económica, sus familias no pueden acceder a comprar los aparatos. Existen leyes (que no se cumplen) para regularizar esta situación, y obligan a la provisión de estos dispositivos en los casos que sean necesarios. Según especialista, la falta de audífonos puede comprometer el desarrollo cognitivo y afectivo de los chicos. Uno piensa que si los chicos asisten a un establecimiento con estas características, lo mínimo que tienen que tener es el equipamiento, que se les brinden los aparatos necesarios para un mejor aprendizaje.

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