martes, 14 de octubre de 2008

Crónica (I parte)

Después de la vista, el oído es el que proporciona al cerebro la mayoría de la información sobre el mundo exterior. Pensémonos por unos instantes a nosotros mismos sin la capacidad de oír, imaginémonos que por un día nos hallamos (sujetos) o limitados a comunicarnos íntegramente con lengua de señas, cuánto aprenderíamos acerca de esta disciplina, la cual le abre una puerta a la inserción en la sociedad de muchos individuos.

Alan Curtis, licenciado en Ciencias de la Comunicación y músico experimental, se acercó hace ya unos meses a dar una clase especial en el contexto del seminario de crítica cultural contemporánea en la Universidad de Quilmes, para mostrar parte de su trabajo musical y charlar un poco sobre su especialidad en trabajos con personas con discapacidades, durante la charla hizo referencia al hecho de que la “normalidad” de los individuos no es más que un concepto socialmente fabricado, que se ve representado en las diferentes épocas, y que por otra parte, el concepto de “discapacidad” se construía como una oposición al de “normalidad”, y que las diferencias entre personas son las que enriquecen todo proceso social, y por ello, no puede existir en una sociedad una persona más “normal” que otra. Éste es un buen punto de partida para plantearnos que, tanto la sordera como la hipoacusia, son enfermedades, y que quiénes las sufren, pueden sentirse marginados por una sociedad que los considere “diferentes”, y en donde la “normalidad” (desgraciadamente) parece estar más allegada a la discriminación que a una verdadera integración.

Son las 9 de la mañana y, el camino que me condujo hasta la escuela de Educación Especial nº505 para chicos sordos e hipoacúsicos, se vio minado de inquietudes, dudas, y pensamientos que no logré disipar fácilmente. Ya había estado en este lugar, con motivo de realizar una entrevista, ahora la cuestión era otra, y hasta podía tornarse un desafío personal, el hecho era que ya estaba allí, parada frente a esa gran puerta de madera nuevamente, en donde (otra vez) tardarían en atenderme, era una sensación como de deja vú constante y por un momento me preguntaba si acaso tiempo y espacio no me estarían jugando una mala pasada.
Ya crucé al interior de la escuela, por unas horas tendré que dejar ciertas cotidianidades propias y sumergirme lo más que pueda en este campo. Observo que, pese a que ya estuve allí antes, todo permanece exacto, sin cambios, sin movimientos. La sala con pisos de madera que conecta, (escalera mediante) los pisos de arriba con el patio y con la cocina-comedor, se encuentra vacía. El silencio vuelve a ser protagonista aquí. Ese clima resulta tan calmo, tan envolvente, que por un momento no tengo la necesidad de hablar, ni de pronunciar el más mínimo sonido.
Me encuentro con la directora del lugar, Sandra (a quién ya tuve el agrado de conocer), ella me invita a pasar a una de las aulas en donde se está dictando una clase de lengua oral, y en donde se encuentran chicos de aproximadamente 12 años (minutos más tarde la profesora me corregirá al decirme que son chicos de 14 y 15 años) reunidos en dos grandes grupos. La profesora me aclara, que por estar yo ahí presente, romperá con el lenguaje de señas habitual, y le agregará a esto un poco de habla (para hacerme más amena la clase dirá ella). Me llama la atención la facilidad con la que lleva adelante esta clase, (obviamente que ya está acostumbrada) parece que les diera las indicaciones justas para que los chicos comiencen a interactuar entre ellos. Es una clase de 40 minutos, en donde nadie tiene apuro por irse. Uno de los chicos parece inquietado con mi presencia, y parece preguntarle algo a la profesora (quién para estas alturas dejaré de llamar así, para hacerlo con su nombre de pila, Adriana), el nene no me quita la mirada de encima, pero ahora no ya con recelo o miedo, sino con simpatía, como queriéndome mostrar lo que hacen en su clase, él y sus compañeros. Cuando estoy por retirarme, la profesora les pide que (mediante su lenguaje de señas) me digan algo, que primeramente no logro entender, pero que con la ayuda de Sandra (quién permanece en el aula junto a mi hasta que me vaya) logro comprender que significan sus señas, entonces trato de agradecerles, pero como no sé cómo hacerlo, Sandra me ayuda con sus manos a formar con las mías, ciertos direccionamientos de los dedos, reconozco que para mi es completamente desconocido el mundo de las señas.

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